
Le dijeron que era algo normal, que los niños de esas edades, sobre todo, los más introvertidos, solían tener uno. Pero ella no lo entendía, no entendía por qué prefería jugar con un amigo imaginario y no con un niño de carne y hueso.
Le seguía la corriente (era lo que le habían aconsejado), pero no se acostumbraba a ello. No podía dejar de sentir escalofríos cada vez que veía a su hijo hablando solo, como si lo hiciera con un fantasma.
Infacia, hecha de imaginación y aventura.
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